En algún momento de nuestras vidas, huimos. Qué difícil es romper con el pasado. De él nunca se puede huir. Tarde o temprano te alcanza. Y hoy, me ha alcanzado a mí.
Hace tiempo, decidí que tenía que romper la relación que mantenía con una persona. Un gran amigo de los que dejan huella. De esos a los cuales se les puede llamar a las cuatro de la madrugada. Vivimos experiencias que nos unieron aún más. Y aquello que parecía que iba a durar para siempre, un buen día, decidí acabarlo. ¿Motivos? Te podría dar mil, pero seguiría mintiéndome a mi mismo. Salté de un tren en marcha. Realmente no tuve que hacer mucho. Una corta y sincera carta bastó. Luego el silencio y el tiempo hicieron el resto. Y los días se convirtieron en meses, y los meses en años, y los años en una vida entera.
Y aunque sabía que nunca podría borrar la huella de esa amistad, tenía la esperanza de que el sabio tiempo apaciguaría mi corazón. Que la vida daría tantas vueltas que ya nada recordaría de todo eso. Fútil y necia idea. Tarde o temprano llegan a ti, las ondas de agua, de la piedra que lanzaste muy lejos hacia las profundidades del lago del olvido.
Si hubierais visto mi cara... Una sorpresa combinada con curiosidad, trajo de vuelta a esa persona. Y vi lo que había perdido. Tras una larga reflexión, recordé los pequeños detalles que nos unían. ¿Para qué seguir ocultándolo? Fue un buen amigo al que abandoné cuando más me necesitaba. Una amistad destrozada por una muda y dulce puñalada. Ahora, ante mí, le contemplo de nuevo, y solo abriga mi corazón, una extraña melancolía mezclada con añoranza.
Ya es tarde, un exilio demasiado largo.
Después de tantos años nos reencontramos.
Pero lo tengo ante mi. La evidencia es enorme.
Su nombre, unas fechas y una escueta frase...
Reconozco su pequeña foto en la fría lápida de éste cementerio,
perdido en mitad de la nada.
Mano del desierto.
(Escultor Mario Irarrázabal - Antofagasta, Chile)
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